Oct 3, 2016
2 Reyes 5, 14-17
Salmo 98,1-4
2 Timoteo 2,8-13
Lucas 17,11-19
Un leproso extranjero es curado y, en acción de gracias, regresa ofreciendo homenaje al Dios de Israel. Esa es la historia que escuchamos, tanto en la primera lectura como en el Evangelio de hoy.
Había muchos leprosos en Israel en tiempos de Elías, pero sólo Naamán el sirio creyó en la palabra de Dios y fue sanado (cfr. Lc 5,12-14). Del mismo modo, el Evangelio de hoy da a entender que la mayoría de los diez leprosos curados por Jesús era israelita, pero solamente un extranjero, el samaritano, regresó a agradecerle.
Hoy se nos muestra, de modo dramático, cómo la fe ha sido constituida camino de salvación, ruta por la cual todas las naciones se unirán al Señor, convirtiéndose en sus siervos, congregados con los Israelitas en un solo pueblo escogido de Dios: la Iglesia (cfr. Is 56,3-8).
El salmo de hoy también ve más allá, al día cuando todos los pueblos verán lo que Naamán veía: que no hay otro Dios en la tierra más que el Dios de Israel.
En el Evangelio de hoy vemos ese día llegar. El leproso samaritano es la única persona en el Nuevo Testamente que le agradece personalmente a Jesús. La palabra griega usada para describir su “dar gracias” es la misma que traducimos como “Eucaristía”.
Y estos leprosos de hoy nos revelan las dimensiones interiores de la Eucaristía y la vida sacramental. También nosotros hemos sido sanados mediante la fe en Jesús. Así como la carne de Naamán se hace de nuevo semejante a la de un niño pequeño, nuestras almas han quedando limpias de pecado en las aguas del Bautismo. Experimentamos esta purificación continuamente en el sacramento de la Penitencia, cuando nos arrepentimos de nuestros pecados, imploramos y recibimos la misericordia de nuestro Maestro Jesús.
En cada misa regresamos a glorificar a Dios para ofrecernos en sacrificio; nos arrodillamos ante nuestro Señor, dando gracias por nuestra salvación.
En esta Eucaristía recordamos a “Jesucristo, resucitado de entre los muertos, nacido del linaje de David”, el rey de la alianza de Israel. Y rezamos, como San Pablo en la epístola de hoy, para perseverar en esta fe, para que también nosotros vivamos y reinemos con Él en gloria eterna.